Racismo, un mal global
Por: Arlene B. Tickner
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El mundo observa lo que está ocurriendo en Estados Unidos con una mezcla de fascinación morbosa, indignación y empatía. Si no fuera suficientemente vergonzante concentrar el mayor número de muertes por COVID-19, las multitudinarias protestas contra la brutalidad policial han puesto de relieve que este país, que posa de desarrollado y líder, exhibe graves problemas estructurales como la desigualdad y el racismo. Además de morir desproporcionadamente a causa del virus por disparidades preexistentes de salud, trabajo y vivienda, la población afroamericana es tres veces más susceptible al uso fatal de violencia por parte de la policía y cinco veces al encarcelamiento. Aun así, esto no debe distraernos del hecho de que el racismo no solo es un mal estadounidense sino global.
Uno de los pioneros de la tradición negra radical, Cedric J. Robinson, acuñó el término capitalismo racial para mostrar que el sistema moderno fue erigido sobre los cimientos de la esclavitud, el colonialismo, la expropiación y el genocidio, dando lugar a jerarquías raciales, étnicas y de género que diferencian, devalúan y violentan a quienes terminan considerándose “menos que humanos”. Pese a la existencia de varios ciclos de protesta y reforma en la historia mundial, estas se siguen manifestando en la actualidad mediante múltiples tipos de desigualdad y vulnerabilidad, así como la segregación espacial.
Que las heridas raciales sean tan hondas significa también que en varias comunidades no blancas la tez oscura tiende a ser estigmatizada y la clara a ser favorecida. En su clásica obra Piel negra, máscaras blancas, Frantz Fanon explica cómo las mismas personas de color internalizan la supremacía de lo blanco como resultado del daño psíquico provocado por el colonialismo y reproducido por las instituciones y prácticas de tipo racista. En todos los continentes del mundo, incluyendo el africano, se observa esta tendencia al colorismo, que es determinante de múltiples aspectos de la vida social, desde el acceso a la educación, el trabajo y las relaciones sentimentales, hasta el miedo a ser víctima de distintas formas de castigo y violencia.
Aunque la mayoría de las personas blancas o mestizas pueden considerarse antirracistas, muchas practicamos una suerte de negación, consistente en saber que el mal existe, ver las atrocidades y el sufrimiento que engendra e incluso denunciarlos, pero no querer saber al mismo tiempo. Para no ir más lejos, entre los cientos de líderes sociales asesinados en Colombia en los últimos años, muchos son afrodescendientes e indígenas cuya etnia tuvo todo que ver con su victimización. Sin embargo, rara vez se considera el estrecho vínculo que hay entre violencia y racismo. Menos perceptibles para quienes no las experimentamos son las expresiones más sutiles de agresión y minimización que hombres y mujeres de color reportan afrontar a diario.
Aunque quisiera creer que las marchas que se han visto en EE. UU. y otros países son diferentes esta vez, sobre todo porque reúnen a tan amplia diversidad de personas que sienten dolor y rabia por la injusticia racial, que no se nos olvide que la horrorosa asfixia de George Floyd, y la indiferencia y normalidad con la que dos policías observaron a su compañero arrodillarse encima hasta matarlo no son hechos extraordinarios sino ejemplos retorcidos de las vivencias cotidianas de millones de seres humanos en todo el globo.