Opinión “Fractura electoral latina”
Por: Arlene B. Tickner
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Durante las primeras dos décadas del siglo XXI, la composición racial y étnica de Estados Unidos ha cambiado de manera dramática, llevando a una disminución ostensible en la proporción de electores blancos. Para las elecciones de 2020 se estima que un tercio del potencial de votantes será representado por personas no blancas, de las cuales aproximadamente 32 millones —más del 13 % del electorado— son latinas. El tamaño de esta población en varios estados “péndulo” —incluyendo Arizona, Florida, Nevada, Texas y, en menor medida, Carolina del Norte y Pensilvania, sumado a su peso en California, Colorado, Connecticut, Illinois, Nevada, Nueva Jersey y Nueva York— la hace aún más estratégica en las elecciones presidenciales de este noviembre.
Existe el dicho común de que los electores no blancos votan mayoritariamente demócrata mientras que los blancos prefieren a los republicanos. En reflejo de esto, encuestas recientes realizadas por Pew Research Center y Latino Decisions confirman la desfavorabilidad de Trump y su partido entre dos tercios de los latinos y la popularidad de Biden y el suyo entre igual porcentaje de consultados. De allí que un 65 % también afirma que se inclina a votar por el segundo, frente a un 24 % que dice que lo hará probablemente por el primero. Existe, a su vez, un rechazo elevado del manejo dado por el actual mandatario a la pandemia, tema que encabeza la lista de prioridades latinas a la hora de votar, junto con la economía y la salud.
No obstante, un sinnúmero de factores, desde la edad, el género, la clase social y la religión, hasta la ubicación geográfica y el tiempo de permanencia en el país, hace imposible hablar del voto latino en singular. Para la muestra, los chicanos tienen poco que ver con los cubano-estadounidenses, que evidencian divisiones generacionales internas, y tampoco comparten mucho con los haitianos o los puertorriqueños, grupo cuya composición es distinta en Florida que en la costa noreste. Según analistas estadísticos de FiveThirtyEight, los latinos nacionalizados y sus hijos son más propensos a identificarse con el partido demócrata que aquellas familias que llevan varias generaciones en Estados Unidos. La premisa general es que, cuanto más tiempo pasa, se vuelven más adineradas, “agringadas” y “blanqueadas”, menos sensibles frente al drama migratorio y el discurso xenófobo, y más de derecha. De forma similar, el creciente número de latinos evangélicos también tiene inclinación republicana.
Esta fractura electoral no ha pasado desapercibida. La campaña de Trump ha invertido esfuerzos descomunales, en especial en Florida, donde recibió mayor apoyo latino en 2016 que en el resto del país, pero ganó por menos del 1 %. En su intento por seducir mayores votantes conservadores, ha endurecido su discurso frente a Cuba, Nicaragua y Venezuela, prometido mayor ayuda a Puerto Rico, condenado el proceso de paz en Colombia como triunfo del “narcoterrorismo” y, en general, instrumentalizado la misma “amenaza socialista” que supuestamente pende sobre Estados Unidos si ganan los demócratas.
La impronta de la godarria colombiana es inequívoca en el lenguaje usado para referirse a nuestro país. Y lo más alarmante, el gobierno Duque no dimensione su inmensa torpeza al hacerles el juego a los republicanos.