Opinión “Resignificando el 12 de octubre”
Por: Arlene B. Tickner
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Como ocurre anualmente, y aunque con menos pompa y multitud que lo acostumbrado, por culpa de la pandemia, el 12 de octubre se celebró con desfile militar oficiado por la monarquía española. Según el discurso estatal, el Día de la Hispanidad “simboliza la efeméride histórica” en la que se inició un “período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”.
En línea con este, obras recientes como Imperiofobia y leyenda negra (2016), de María Elvira Roca Barca, han buscado desmentir el aún popular retrato de España como usurpadora y genocida. Para ello, la autora defiende la benevolencia de la colonización española en comparación con la practicada por otras potencias europeas, relativiza el exterminio de los pueblos originarios con el argumento de que no fue intencional ni sistemático, sino provocado por enfermedades, y denuncia la discriminación injusta que pende sobre el país por el hecho de haber sido imperio. Similar celebración de los orígenes hispanos la han realizado escritores como Mario Vargas Llosa, quien asocia todas las cosas buenas que han ocurrido en América Latina, comenzando por su ingreso a la cultura occidental, con la conquista de las Indias.
En contraposición a lo anterior, en tiempos recientes el derrumbamiento de estatuas de colonizadores y esclavistas ha sido un común denominador dentro y fuera de nuestro continente, en respuesta a este controversial hito histórico. En su quinto centenario, Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein observaron que el “descubrimiento” o más bien, la “invención” de América en 1492 fue el acto constitutivo del mundo moderno, a partir del cual también se construyó Occidente como identidad geocultural superior y, por extensión, predestinada a ejercer dominio político, económico, social, cultural y científico. En este mal llamado “encuentro entre culturas”, los habitantes del nuevo mundo fueron clasificados en términos étnicos, raciales y de género con miras a crear un sistema de organización y explotación del trabajo y de expropiación de la tierra, arraigado en el novedoso concepto de la propiedad privada. A su vez, la relación entre colonizadores y colonizados nutrió la definición moderna de los “individuos” humanos como sujetos políticos y económicos del Estado y el capitalismo, racionales, blancos y masculinos, en contraposición a los sub o no humanos indígenas y negros, respectivamente, irracionales y salvajes. Dicha deshumanización también generó condiciones de posibilidad para el comercio transatlántico de esclavos, que resultó en el desplazamiento violento de 12,5 millones de africanos y su conversión en propiedad.
Poco cambió después de la Independencia, ya que las élites criollas tendieron a preservar las estructuras de dominación racializadas y patriarcales heredadas de sus amos coloniales. Incluso, la celebración del mestizaje como “prueba” de la fusión cultural tuvo el efecto de ocultar no solo la violencia sexual como práctica generalizada de la Colonia, sino el rol posterior del “blanqueamiento” en la construcción del Estado. En otras palabras, aun después del fin formal del colonialismo han perdurado sus lógicas centrales bajo lo que Quijano denominó la colonialidad del poder, el ser y el saber. Tratándose de un sistema globalizado y de larga duración, que ha naturalizado la dominación, la discriminación y la desigualdad entre grupos sociales, la resignificación del 12 de octubre tendría que comenzar por examinar críticamente aquellas categorías y prácticas “modernas” a las que el tal “descubrimiento” dio lugar.